1 de febrero de 2013
¿Qué desenlace tendrá el conflicto entre China y Japón?
El pasado 13 de enero, el recién posesionado primer ministro japonés Shinzo Abe inauguró sus viajes al exterior con una gira por el Sudeste asiático, en particular por Indonesia y Vietnam. El propósito inocultable de un desplazamiento a tan solo dos semanas de ponerse al frente de un país con una economía destrozada fue enviar mensajes de repudio a las demandas chinas de soberanía de las islas Senkaku.
El pasado 13 de enero, el recién posesionado primer ministro japonés Shinzo Abe inauguró sus viajes al exterior con una gira por el Sudeste asiático, en particular por Indonesia y Vietnam. El propósito inocultable de un desplazamiento a tan solo dos semanas de ponerse al frente de un país con una economía destrozada fue enviar mensajes de repudio a las demandas chinas de soberanía de las islas Senkaku. Sus consignas de no negociar por ningún motivo el dominio sobre ese territorio y de detener el avance chino en general avivaron el no siempre aletargado sentimiento nacionalista popular que le restauró el prestigio al tradicional partido de gobierno, el Partido Liberal Demócrata, la fuerza política que salvo dos breves lapsos en los años 50 y después del 2009 ha gobernado al país a lo largo de la posguerra.
Sólo tres años logró mantenerse en el poder la coalición opositora alrededor del Partido Democrático, que en las elecciones parlamentarias de 2009 le había propinado una gran derrota a los liberal demócratas. Su promesa básica fue imponer un amplio plan de inversión social para sacar a Japón de la recesión económica de dos décadas consecutivas. Tan magno propósito chocó con las severas restricciones presupuestales, agravadas por la conmoción nacional que produjo el Tsunami de febrero de 2011, cuyos programas de atención de la población afectada, reconstrucción de la infraestructura y la suplencia de la energía que dejó de producir la central atómica de Fukushima terminaron por desacreditar al gobierno central, encabezado por Yoshihiko Noda. Como si fuera poco, éste se vio enredado de repente en una agria disputa con China meses antes de las elecciones, dando al traste con el trato prudencial que hasta entonces su partido quiso sostener con el gran vecino. Por su parte, su principal rival, Abe, puso el debate en términos aún más altisonantes frente al nuevo poder regional y mundial chino y logró captar así el favor del electorado en las elecciones del 16 de diciembre.
Los sucesos en el espacio marítimo entre China y Japón se sucedieron con rapidez a lo largo del segundo semestre de 2012. En la Asamblea General de la ONU de 2012, el entonces primer ministro Noda reiteró que las islas en disputa eran “parte inherente de nuestro territorio, a la luz de la historia y las leyes internacionales”; mientras el vocero de Beijing lo descalificó así: “China está extremamente decepcionada y se opone firmemente a la obstinación del líder japonés respecto a su postura equivocada”. El forcejeo verbal en la máxima instancia de negociación internacional tenía que ver con la disputa por la propiedad de la zona insular de Senkaku (en los mapas japoneses) o Diaoyutai (en la cartografía china).
La controversia entre ambos países viene desde los años 70, cuando Estados Unidos le devolvió a Japón la administración y soberanía de la provincia de Okinawa, en el extremo sur del país. En la devolución fueron incluidos los islotes reclamados por China. En septiembre de 2012, el propio gobierno japonés precipitó la nueva confrontación, cuando decidió nacionalizar las islas que permanecían en manos privadas. La medida se adelantó a un plan similar anunciado por el gobernador de Tokio, Shintaro Ishihara, un exitoso escritor en sus años mozos, amigo del célebre escritor Yukio Mishima y quien con el paso del tiempo, atraído por las convicciones de su amigo literato, se convirtió en un político ultranacionalista. Uno de sus libros, El Japón que puede decir no, pregona el poderío japonés sin miramientos de los efectos sobre sus vecinos, entre los cuales está impedir que China aproveche su poder económico para forzar cambios políticos y estratégicos en Asia.
En ese momento, el discurso de la extrema derecha japonesa fue respondido por el chovinismo chino a través de un periódico que propuso darle una lección al vecino necio arrojándole una bomba atómica. A pesar de tal grado de animosidad, hasta el último momento ambos gobiernos procuraron mantener la cordura y evitar seguir la escalada hacia los extremos. Las arengas incendiarias de Ishihara y Abe alentaron las protestas en China, con un resultado catastrófico para las empresas japonesas, entre las cuales las más afectadas fueron las ensambladoras de automóviles con enormes pérdidas de producción y ventas en un mercado boyante. Pero la prédica nacionalista les dio un prestigio inesperado a los partidos más nacionalistas y conservadores. Las promesas de tratar a China con más severidad fueron acompañadas del anuncio de nuevas medidas de recuperación económica, y la fórmula les funcionó, pues capturaron las dos terceras partes de los escaños de la cámara baja.
Como suele suceder con tanta frecuencia, las políticas aplicadas por los gobernantes suelen diferir de las soluciones vendidas en campaña. Después de concluir su gira, el premier Abe regresó a su oficina en Tokio a enfrentar la dura realidad: estar al frente de un país arropado por el manto nacionalista con el cual trata de cubrir la desnudez de las cifras. Lo cierto es que las dificultades que sufre su gobierno son crecientes debido a la estructura poblacional que ubica un número excesivo de personas mayores en la cima de la pirámide mientras no se amplía la base. Por este motivo, la capacidad productiva se contrae mientras se amplía la china y la de otros países vecinos. Entre las medidas para rescatar la producción, Abe contempla la inyección de recursos por medio de obras de infraestructura en un volumen similar al aplicado por Estados Unidos para rescatar su banca: 757 mil millones de dólares. Tal desembolso sigue agravando el déficit presupuestal que equivale al doble del PIB nacional, el mayor entre los países industrializados.
En marzo próximo, el cambio de gobierno será en China. El futuro presidente Xi Jinping siguirá los lineamientos de de Hu, su predecesor, y como él, procurará cierta firmeza en las reclamaciones territoriales sin llegar a tocar los límites de la agresión que echaría por la borda las ambiciones chinas de liderazgo regional y global. Esta actitud de autocontrol se ha visto clara en la cautela con que se viene manejando el asunto de las islas Spratley en el Mar del Sur de China y la tensión con Taiwán, isla con un gobierno propio que la dirigencia de Beijing no reconoce como tal y que por lo tanto le veta el ingreso a la ONU. Las medidas de fuerza para dirimir cualquiera de esas contiendas por parte de China tendrían severas consecuencias en cuanto a la competencia por lograr el favor de los gobiernos en una ardua contienda con Washington. En efecto, la nueva propuesta de Barack Obama dirigida a reforzar su alianza tradicional militar con Australia, Japón y Corea, mediante el establecimiento de una asociación económica con ellos y otros países de la región (Malasia, Indonesia, Singapur y Vietnam) y algunos latinoamericanos (Chile, Perú y México) tiene el propósito de distanciarlos de la estrategia geopolítica de China, encaminada a encajar los nuevos desarrollos de Asia y el Pacífico en el marco de sus intereses nacionales.
Así como la pugna entre China y Estados ocurre a pesar de la interdependencia económica, la rivalidad entre China y Japón reposa sobre dos países atados con lazos que les son vitales. China le debe a las inversiones japonesas, que son las segundas después de las estadounidenses, buena parte de su auge industrial y, a su vez, el sostenimiento japonés como potencia económica estaría negado si tuviera que renunciar a las inversiones y las ventas de sus manufacturas en China. Este país no es sólo el segundo mercado mundial sino que sobrepasó a Estados Unidos como el mayor consumidor de autos, un renglón rentable para los fabricantes japoneses.
En estas circunstancias, es probable que el primer ministro Abe, quien ya había ocupado esa posición entre 2006 y 2007, atempere su discurso antichino, con el fin de no agravar la posición de las empresas japonesas en ese mercado, y al mismo tiempo que el nuevo gobierno de Xi busque ofrecerle alternativas a Japón con el fin de no forzarlo a incrementar la cooperación militar con Estados Unidos bajo la excusa de la amenaza externa. Por el contrario, medidas favorecedoras del ingreso de más industrias y productos japoneses remediaría la caída en los ingresos estatales japoneses y cimentaría la cooperación financiera que han explorado los países asiáticos para evitar los estragos de nuevas crisis como las soportadas desde el 2008 por parte de Europa y Estados Unidos. En este contexto, parece que el pragmatismo y la delicada diplomacia subterránea aplaquen los ánimos entre los gigantes asiáticos, y que el choque por los islotes en disputa sea atenuado por la necesidad sentida en Tokio y Beijing de enfocarse en los objetivos de soporte mutuo, dado que la erosión de la legitimidad, en Japón con la más baja participación ciudadana en las elecciones y en China con protestas aisladas pero recurrentes, obliga a los gobiernos a garantizar el bienestar social, reto que ya no podrán contrarrestar con airadas proclamas chovinistas.